Mi hija Andrea me llamará ‘vintage’, con ese lenguaje que tienen los millennials, que utilizan palabrejos en inglés cada dos por tres… pero anoche no pude menos que engancharme a la tele como una lapa, cuando vi que echaban ‘Luna nueva’ de Howard Hawks con Cary Grant, una magistral película sobre el cinismo de los periodistas de los años cuarenta. Una cinta en blanco y negro, con un sonido un tanto defectuoso y con la imagen soltando chiribitas, pero una obra maestra de principio a fin. El niño Roberto me miraba sorprendido, acostumbrado a la alta definición y a la calidad de imagen del 4K. Con su lengua de trapo me dijo, “papá, ¿por qué ves esa película rota…?”. Cómo le explico al chaval que por mucha tableta de Apple que tenga, que por mucho smartphone y por mucho Netflix de que pueda presumir, hay obras maestras del cine clásico que jamás podrán superarse. Que ahora tenemos a nuestra disposición más de cincuenta canales, podemos grabar los contenidos… y resulta que Mar solo ve el canal Cocina y uno sobre casas y bricolaje. Y a mí, solo me camelan los telediarios y algún documental. Para que Roberto no pensara que solo vivo del recuerdo, aproveché para invitarle al estreno de Han Solo, esa secuela de secuela que nos vuelve a colar la factoría Disney. Roberto salió del cine emocionado, ahíto de palomitas y refrescos, e imitando a pleno pulmón el gruñido de Chewbacca (según me dijo después, este lenguaje se llama Wookie). Un grupo de niños se unió al coro, y aquello se convirtió en una jauría infernal. Un sombrío pesimismo intelectual me invadió, pero viendo que los padres de aquellos macacos reían las gracias de sus criaturas, no tuve por menos que cambiar el gesto y unirme al desmadre gutural.
Mientras Roberto duerme con gesto placentero, me acerco a salón a volver a sintonizar La Otra, en busca de un clásico en blanco y negro que me regrese a la estabilidad mental. Creo que no me adapto a los nuevos tiempos.